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Ella se acercó a una canasta llena de ropa interior amarilla, levantó algunas prendas y al final se decidió por una prenda de encaje. Caminó hacia la caja del almacén de ropa interior y pagó. Nunca supe quién era, pero era una mujer hermosa. La observé desde la calle del centro de la ciudad, yo tenía quizá uno diez años, y en medio de la euforia de los transeúntes y vendedores ambulantes de un 31 de diciembre, todo a mi alrededor eran cucos amarillos.

Caminé a casa con la duda sobre la razón de tal inundación dorada.

—Son puros agüeros, no le pare bolas a eso mijo. —Respondió mi mamá mientras preparaba mi “estrén”.

Sin embargo, mi infantil e inconforme cabeza seguía en busca de respuestas. ¿Sería acaso que los adultos hacían algún ritual conjunto a escondidas de los niños? Me imaginé a la mujer de la tienda bailando alrededor de una hoguera mientras cantaba “Faltan cinco pa’ las doce”.

Esa noche pasó lo que pasaba aquellos diciembres: las canciones que brindan por el ausente, las bengalas y sus estallidos en mitad del cielo, los abrazos con risas y llanto, el anhelado abrazo para la vecina con la excusa de darle el feliz año. Pero, a mis diez años no supe para qué eran los cucos amarillos. Es más, no hubo una hoguera, ni mucho menos gente en cucos danzando a su alrededor.

Años después, cuando la adolescencia llegó con su capacidad de develar misterios gracias a los amiguitos de la cuadra, supe que las prendas amarillas venían en el mismo paquete en el que  se llevan doce uvas, una maleta para darle la vuelta a la manzana, unas espigas y unas papas para tirar debajo de la cama. Lo supe, pero tampoco lo entendí.

No uso boxer amarillos, ni el 31 ni ningún día, a decir verdad me parecen “matapasiones”, pero recientemente, en una conversación con mis amigos del grupo de escritura que dirijo, recibí algunos argumentos a favor de este tipo de prendas. Se habló del sol, de la energía y de simbolismos. Todos ellos, argumentos respetables, pero que no lograron convencerme.

Está por llegar otra noche de brindis por el ausente y cucos amarillos. Todo mi respeto para quien dé la vuelta a la manzana con su maleta de sueños, y también para quien, con cada uva, imagine la materialización de sus deseos. Sin embargo, desde mi, todavía infantil forma de ver el mundo, quisiera sugerirte algo que considero muchísimo más poderoso.

Al sonar las doce, después de los abrazos de risas y llanto, me gusta tomar de la mano a quienes amo y cerrar los ojos. Y con la misma fe del niño enamorado que era, pongo en manos del Dios eterno el año que llega. Lo hago de acuerdo con un proverbio que dice: “Pon todo lo que hagas en manos del Señor, y tus planes tendrán éxito”. Eso es lo primero, de ahí en adelante ningún cuco amarillo reemplazará al trabajo, la disciplina y la determinación con que deben hacerse las cosas para que realmente ocurran. Pero la primicia, justo al empezar el año, que sea para Dios.

Bueno, y ya que hablamos de buenos deseos, quiero que sepas que mi deseo para ti en el 2024 es que descubras el verdadero propósito con el que fuiste creado y alcances la plenitud en tu vida, y que cada vez que se te presente un obstáculo recuerdes que nuestro Padre eterno nunca, repito: nunca va a desampararte… ¡Ve por todo! Con amarillos o de cualquier color… ¡Pero ve por todo!

Si te gustó el relato te invito a que lo compartas con alguien a quien ames, y que me dejes un comentario. Gracias por hacer parte de esta fábrica de historias. Deseo que el 2024 sea el mejor año que hayas vivido hasta ahora. Un abrazo.